El lunes a las cuatro
de la tarde llega nuestro amigo el alemán (ver crónica de São Luís) con un billete de autobús en mano:
"Nos vamos a São Paulo para una interpretación de Dow Chemical, el autobús sale a
las once. Yo estaré en la estación una hora antes". Y con esto se va a su
casa. No vamos en avión porque los billetes son demasiado caros, alrededor de
unos 400 euros. Las compañías aéreas se forran: es uno de los tramos de avión
más caros del mundo, teniendo en cuenta que la distancia entre ambas urbes es
como la de Barcelona a Madrid. Pero claro, ni hay cercanías, ni ave, ni la
posibilidad de coger tu coche y no tragarte 2 horas de cola para salir de la
ciudad.
Bueno, me voy a casa,
plancho una camisa, me ducho, pongo una americana en la maleta y en taxi hasta
la estación. El trayecto dura seis horas, en un autobús con unos asientos/cama
muy cómodos. Llegamos a las cinco de la mañana y Paul, con su mapa con la ruta
ya imprimida y con su teléfono GPS en mano, me lleva por los laberintos del
metro de São Paulo. La temperatura es mucho más baja, alrededor de los 15
grados, lo que me recuerda que de hecho, en el hemisferio sur, es invierno, a
juzgar por las temperaturas de 25 grados de Río.
El metro de São Paulo
ya está lleno a las cinco de la mañana y presagia lo que va a ser un día de
empujones y apretujones en el metro de esta ciudad de 20 millones de
habitantes. Llegamos cerca de la sede en Brasil de Dow Chemical y nos esperamos
4 horas en una panadería que queda al lado. Yo me pido un café con leche, un
zumo de naranja, un bocadillo de mortadela y queso y un pão de queijo. Paul se pide un cortado. Después de dos horas se
pide otro cortado, cuando yo ya me he bebido otro café y dos infusiones de
menta para luchar contra el frío. (¡Quién diría que pasé dos inviernos en
Berlín!)
Hablar con Paul es
interesante. Según él, hay gente que después del trabajo se relaja y ve la
tele, otros que van al cine y otros como él, que trabajan aún más. Y me empieza
a contar todo el software que utiliza para organizar sus empresas virtuales,
insiste en tener una base de dados de clientes bien organizada, y me cuenta
secretos de cómo parecer un gran empresario con pocos gastos, como por ejemplo,
alquilar una oficina por horas en el centro de una gran capital, donde te viene
incluido en el pack un despacho, una sala de reuniones, una secretaria y hasta
una máquina de café. Es sólo llevar un par de fotos en la maleta antes de la
reunión con tu cliente y colgar el título en la pared. Ya sintiéndome el ser
humano más vago de la tierra por ir a jugar a vóley después de trabajar nueve
horas, me apunto el nombre de todas esas artimañas para ser un gran empresario.
Llegamos al edificio de
Dow Chemical y todos son altos ejecutivos con corbata. Llega una chica de mi
empresa de la oficina de São Paulo y empiezo a ver las diferencias culturales
entre las dos ciudades. En Río cuesta ver a gente con traje. En São Paulo todos
van impecables, con una seriedad que impresiona. Nada de darse dos besos como
en Río: aquí una sonrisa forzada y un apretón de manos basta. Cómo dicen los
brasileños en Río lo primero que te preguntan es dónde vives; en São Paulo,
dónde trabajas.
Es ya el tercer
congreso al que voy sin que me den ni una pista sobre el tema de la
interpretación. Me siento en la cabina con los auriculares y un americano con
un discurso rápido y sin pausa empieza a detallar las ventajas de adicionar una
tela de poliéster dentro del cimiento para reforzar el material ante los
agentes meteorológicos como la lluvia o el hielo. Cuando terminamos apenas
podemos articular una palabra después del cansancio mental de la
interpretación. La única pausa que Paul me permite es ir a pasear al centro
comercial de delante, cambiarme los zapatos en el baño y de nuevo coger el
metro hasta la estación de autobuses.
A las dos de la tarde
hay tanta gente en el metro que Paul y yo nos perdemos. A pesar de no recordar muy
bien el camino, una mujer me ayuda a orientarme y consigo bajar en la estación
adecuada. Para entonces, Paul ya me había llamado cuatro veces al móvil. Gente,
gente y más gente. En el transbordo cogemos un tren que va por fuera y pasamos
por el famoso puente de São Paulo, al lado de uno de los ríos más contaminados
del mundo. El hedor es tan penetrante que parece una cloaca llena de huevos
podridos. Me pregunto cómo los humanos hemos llegado a esos extremos de tener
que vivir en lugares así...
Me siento mareado,
tengo hambre, sueño y estoy cansado. El autobús de vuelta a Río sale a las tres
de la tarde y tengo media hora para comer una ensalada. Paul se come un pan con
queso. Y llegamos a las nueve de la noche a Río, después de ver en el sentido
opuesto de la carretera, una cola infinita de coches saliendo de Río, una cola
que se alarga por kilómetros y kilómetros. Un infierno de coches, humo y
contaminación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario