Humillación.
Eso es lo que presencié el viernes mientras me tomaba una caipiriña de piña al
ritmo de una banda de samba, mientras celebraba con mis amigos la llegada del
fin de semana. No sé si habéis oído a hablar de los catadores. Son seres discretos que, en la suciedad de las calles de
Río, van recogiendo latas o cartones de la basura, llevando a cabo una tarea de
reciclaje importantísima, en una ciudad donde simplemente no hay reciclaje de
residuos y donde todo se tira en el mismo saco. Después reciben una pequeña
recompensa económica cuando consiguen reunir unos cientos de latas o cartones.
Visten harapos, remueven la basura en busca de algo para reciclar y se les
confunde con la oscuridad de la noche.
Fue así
cómo el viernes, oímos de repente un perro ladrar escandalosamente a un catador de unos veinte años que estaba
recogiendo las latas de cerveza que la gente había tirado por el suelo. El
perro ladraba descontroladamente mostrándole los dientes al pobre chico que, no
sin algo de miedo, se retiró rápidamente. Dicho así parece muy elegante, pero
más bien era como si estuviera ladrándole a una rata. Nadie se movió, la gente
se libró de ese estorbo y fue sólo un niño de la calle el que salió corriendo a
detener al perro, que seguía ladrando. En mi mesa intentamos gritarle sin éxito
al perro, que una vez espantó al catador, volvió removiendo la cola en busca de
alguna caricia.
Yo me
quedé atónito. ¿Cómo había reconocido el perro que ese chico era un catador? ¿Por qué no le ladró a ninguno
de los que estábamos en las mesas del bar? Primero pensé que los dueños le
habrían enseñado a ahuyentar todo lo que pudiera ser una molestia para sus
clientes, pero creo que no, que el perro solito supo que esa persona tenía algo
o hacía algo diferente. Y me pareció humillante que un perro pulgoso
reaccionara de modo tan distinto ante dos seres humanos, y que a nosotros nos
removiera la cola para que le rascáramos detrás de la oreja.
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