Sheila,
la vecina que me encuentro pelando patatas cuando abro la ventana de mi cuarto,
me despierta con los alaridos que profiere contra su hija, que no quiere
terminarse el desayuno. Son las siete de la mañana y empieza otro día en Río.
Salgo de casa de camino al trabajo y lo que me llama la atención es que la
gente se arremoline alrededor de un quiosco, que tiene los periódicos colgando
de una cuerda, no para comprar nada, sino para leer la portada. Ocho personas se
aprietan para leer la noticia del día, pero nadie compra un ejemplar. Delante hay un puesto de
chinos y al lado otro. Preparan un desayuno que consiste en un refresco de
frutas y un boyo salado, que es el mismo cada día. Si bien caliente, siempre
tiene el mismo gusto de harina industrializada.
Hoy no
estoy de humor para atravesar las calles sucias del centro que te ensucian los
zapatos de barro, así que tomo el metro. Los vagones que vienen de la zona
pobre están tan llenos que hay que empujar para entrar. Los que vienen de la
zona rica vienen vacíos y hay sitio para sentarse. Todos nos bajamos en las
mismas estaciones y es cuando me siento como en un hormiguero, de tanta gente
que hay. En la calle, intentas abrirte paso mientras el aire de los aires acondicionados
cae como lluvia sobre las cabezas de los peatones. Un poco más allá, el aire sucio del
respiradero del metro levanta las corbatas de los ejecutivos apresurados y el
pelo largo y rizado de alguna brasileña que no duda en arreglarse para ir a
trabajar.
El
edificio donde trabajo, que alberga cientos de oficinas, es un microcosmos
aparte. En la planta baja te acosan vendedores de todo tipo de programas
pirateados, que en el mercado cuestan muchísimo dinero. Primero te ofrecen 40
reales por la última edición de Photoshop y a medida que intentas desprenderte
del individuo el precio cae a los 10 reales. A un par de metros de distancia mirándonos
con cara risueña, la policía, que no hace nada para detener o disimular un poco
esa piratería descarada. Me pregunto si trabajan, puesto que siempre los veo
conversando en grupos de tres y cuatro.
El piso
33 es conocido como el lugar de la relaxadinha,
porque hay un prostíbulo que abre de nueve a ocho donde en la pausa del café o
del almuerzo los ejecutivos van a descargar tensiones. Como pienso que me
están tomando el pelo, tengo que ver con mis propios ojos la puerta del lugar
para creerlo: tres chicas jóvenes mulatas nos miran con picardía. Una de ellas
embarazada. En la puerta del lugar un folio blanco con un “entrar sin picar”
escrito con rotulador de color verde. Ante mi cara de sorpresa, mis compañeros
de trabajo se ríen: eso es normal, “acontece!”
.
Lo que
también es gracioso es el predicador que está en la puerta del edificio y que,
biblia en mano, nos grita que nos vamos a quemar en el infierno. Otro día viene
la de la secta de al lado y nos dice que no, que estamos salvados, mientras se
balancea sin fuerza, poseída por una sonrisa mística. En la misma plaza hay un
quiosco donde siempre ponen videoclips y la gente se queda embobada escuchando
la música que está a todo volumen. Yo mismo me veo abducido por esa música y me
quedo plantado delante de la gran pantalla.
Después
de mis nueve horas de trabajo regreso a casa. Parece que en el centro hay una
diáspora. En una hora más de tres millones de personas regresan a sus casas.
Los chinos ya han empezado a tirar al suelo de la calle los restos de comida.
Cuando sea medianoche, las ratas corretearan a sus anchas. Lo que no me
esperaba es que al entrar en la cocina el pan estaría desmenuzado, esparramado
por el suelo y que me encontraría bolitas negras y pelo gris. Ahora tengo un
nuevo inquilino…
1 comentario:
:-SSS
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