jueves, 5 de julio de 2012

Día a Día en Río (Parte II)


Sheila, la vecina que me encuentro pelando patatas cuando abro la ventana de mi cuarto, me despierta con los alaridos que profiere contra su hija, que no quiere terminarse el desayuno. Son las siete de la mañana y empieza otro día en Río. Salgo de casa de camino al trabajo y lo que me llama la atención es que la gente se arremoline alrededor de un quiosco, que tiene los periódicos colgando de una cuerda, no para comprar nada, sino para leer la portada. Ocho personas se aprietan para leer la noticia del día, pero nadie compra un ejemplar.  Delante hay un puesto de chinos y al lado otro. Preparan un desayuno que consiste en un refresco de frutas y un boyo salado, que es el mismo cada día. Si bien caliente, siempre tiene el mismo gusto de harina industrializada.

Hoy no estoy de humor para atravesar las calles sucias del centro que te ensucian los zapatos de barro, así que tomo el metro. Los vagones que vienen de la zona pobre están tan llenos que hay que empujar para entrar. Los que vienen de la zona rica vienen vacíos y hay sitio para sentarse. Todos nos bajamos en las mismas estaciones y es cuando me siento como en un hormiguero, de tanta gente que hay. En la calle, intentas abrirte paso mientras el aire de los aires acondicionados cae como lluvia sobre las cabezas de los peatones. Un poco más allá, el aire sucio del respiradero del metro levanta las corbatas de los ejecutivos apresurados y el pelo largo y rizado de alguna brasileña que no duda en arreglarse para ir a trabajar.

El edificio donde trabajo, que alberga cientos de oficinas, es un microcosmos aparte. En la planta baja te acosan vendedores de todo tipo de programas pirateados, que en el mercado cuestan muchísimo dinero. Primero te ofrecen 40 reales por la última edición de Photoshop y a medida que intentas desprenderte del individuo el precio cae a los 10 reales. A un par de metros de distancia mirándonos con cara risueña, la policía, que no hace nada para detener o disimular un poco esa piratería descarada. Me pregunto si trabajan, puesto que siempre los veo conversando en grupos de tres y cuatro. 

El piso 33 es conocido como el lugar de la relaxadinha, porque hay un prostíbulo que abre de nueve a ocho donde en la pausa del café o del almuerzo los ejecutivos van a descargar tensiones. Como pienso que me están tomando el pelo, tengo que ver con mis propios ojos la puerta del lugar para creerlo: tres chicas jóvenes mulatas nos miran con picardía. Una de ellas embarazada. En la puerta del lugar un folio blanco con un “entrar sin picar” escrito con rotulador de color verde. Ante mi cara de sorpresa, mis compañeros de trabajo se ríen: eso es normal, “acontece!” .

Lo que también es gracioso es el predicador que está en la puerta del edificio y que, biblia en mano, nos grita que nos vamos a quemar en el infierno. Otro día viene la de la secta de al lado y nos dice que no, que estamos salvados, mientras se balancea sin fuerza, poseída por una sonrisa mística. En la misma plaza hay un quiosco donde siempre ponen videoclips y la gente se queda embobada escuchando la música que está a todo volumen. Yo mismo me veo abducido por esa música y me quedo plantado delante de la gran pantalla.

Después de mis nueve horas de trabajo regreso a casa. Parece que en el centro hay una diáspora. En una hora más de tres millones de personas regresan a sus casas. Los chinos ya han empezado a tirar al suelo de la calle los restos de comida. Cuando sea medianoche, las ratas corretearan a sus anchas. Lo que no me esperaba es que al entrar en la cocina el pan estaría desmenuzado, esparramado por el suelo y que me encontraría bolitas negras y pelo gris. Ahora tengo un nuevo inquilino…